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miércoles, 19 de diciembre de 2012

Serie convergente - Larry Niven

Puede que este relato sea una sorpresa para los fans de Larry Niven. Porque el autor de Mundo anillo es uno de los más conspicuos representantes de la Hard SF anglosajona. En cambio, en el relato que a continuación les presento, y contra su costumbre, Niven nos ofrece uno de los más informales relatos que pueda concebir un autor de SF, nada menos que sobre... ¿un pacto con el diablo! Lean, lean...


Serie Convergente


Fue una chica de mi clase de antropología la que me interesó en la magia. Su nombre era Ann y se consideraba una bruja blanca, aunque jamás la vi hacer un encantamiento eficaz. Perdió interés por mí y se casó con alguien, y en ese momento yo también perdí interés por ella; pero para entonces la magia era ya el tema de mi tesis de antropología. No lo podía abandonar, ni quería hacerlo. La magia me fascinaba.

Faltaba un mes para entregar la tesis. Tenía unas cien páginas de notas sobre magia primitiva, medieval, oriental y moderna. La magia moderna significaba ingenios psionicos y cosas por el estilo. ¿Saben que ciertas tribus africanas no creen en la muerte natural? Para ellas, toda muerte se debe a la brujería, y en cada caso se debe encontrar a la bruja y matarla. Algunas de esas tribus se están extinguiendo debido a la cantidad de juicios y ejecuciones por brujería. En la Europa medieval la situación era casi igual de mala, pero se detuvieron a tiempo. Ensayé diversos modos de conjurar demonios cristianos y de los otros, por puro espíritu científico, y le eché una maldición taoísta al Profesor Pauling. No funcionó. La señora Miller me dejaba usar el sótano de la casa de apartamentos para mis experiencias.

Notas tenía, pero por alguna razón la tesis no avanzaba. Yo sabía por qué. A pesar de todo lo que había aprendido, no tenía nada original que decir a propósito de nada. Eso no habría sido óbice para otros (recuerden a aquel que contó todas las íes de Robinson Crusoe) pero para mí sí. Hasta que un jueves por la noche...

Las ideas más condenadas se me ocurren en los bares. Esta era una belleza. El camarero se quedó con mi bebida intacta como propina. Me fui derecho a casa y escribí durante cuatro horas de un tirón. Eran las doce menos diez cuando lo dejé, pero ya tenía un bosquejo completo de mi tesis, basado sobre una idea auténticamente novedosa en la brujería cristiana. Todo lo que necesitaba era un gancho de donde colgar mis conocimientos. Me levanté y me desperecé...

Y supe que tenía que ensayarlo.

Todo mi equipo estaba en el sótano de la señora Miller, la mayor parte ya dispuesto. Había dejado un pentagrama en el suelo hacía dos noches. Lo borré con un trapo húmedo, que había servido de estropajo, envuelto alrededor de un bloque de madera.

Ropa, velas especiales, listas de encantamientos, pentagrama nuevo... Trabajé en silencio para no despertar a nadie. La señora Miller me veía con simpatía; tenía tal sentido del humor que trescientos años antes la habrían quemado en la hoguera. Pero los otros residentes necesitaban dormir. Empecé los encantamientos exactamente a medianoche.

Catorce minutos después recibí el susto de mi vida. De pronto apareció un demonio espatarrado en el pentagrama, con las manos, los pies y la cabeza ocupando las cinco puntas de la figura.

Me di la vuelta y eché a correr.

—¡Vuelve aquí!—rugió.

Me paré a mitad de la escalera, me volví y bajé. No podía dejar a un demonio atrapado en el sótano de la casa de la señora Miller. Con esa voz de bajo profundo amplificada despertaría a toda la manzana.
Me observó bajar lentamente las escaleras. Si no hubiera sido por los cuernos, podría haber parecido un hombre desnudo, de edad mediana, afeitado y pintado de rojo brillante. Pero si hubiera sido humano no les habría gustado conocerle. Parecía hecho  para los Siete Pecados Capitales. Avariciosos ojos verdes. Una barriga como un tanque para la gula. Los músculos blandos y fláccidos por la pereza. Una cara de disipación que parecía permanentemente airada. Lujurioso... dejémoslo. Los cuernos eran pequeños, puntiagudos y relucientes.

Esperó a que llegara abajo.

—Así está mejor. ¿Qué os pasaba? Hace por lo menos un siglo que nadie conjuraba a un demonio.

—Se habían olvidado del método—le dije—. Hoy en día todos creen que hay que dibujar el pentagrama en el suelo.

—¿En el suelo? ¿Esperan que me presente echado de espaldas?—Tenía la voz pastosa de rabia.

Me estremecí. Mi brillantísima idea. Un pentagrama era una prisión para demonios. ¿Por qué? Había pensado en las cinco puntas del pentagrama, y los cinco puntos de un hombre abierto de brazos y piernas...

—¿Y bien?

—Lo se, no tiene sentido. ¿Quiere irse, por favor?

Se me quedó mirando.

—Habéis olvidado mucho.

Lenta y pacientemente, como a un niño, empezó a explicarme lo que implicaba conjurar un demonio.
Yo escuchaba. El miedo y una enfermiza sensación de desesperanza fueron creciendo hasta que las paredes de cemento parecieron borrarse.

—Mi alma inmortal está en peligro...

Era algo que no había considerado, salvo teóricamente. Ahora era mucho peor. Por oír hablar al demonio, mi alma ya estaba condenada. La había perdido en el momento en que usé el encantamiento correcto Traté de ocultar mi temor, pero era inútil. Con aquellas enormes narices tenía que olerlo.

Terminó y sonrió, como esperando comentarios.

—Repitámoslo —dije—. Me concede un solo deseo.

—Correcto.

—Si a usted no le gusta ese deseo, debo elegir otro.

—Correcto

—No parece justo.

—¿Quién habló de justicia?

—Ni tradicional. ¿Por qué nadie ha oído hablar de estos tratos?

—Es el trato corriente, Jack. A algunos se les daba algo mejor. Los otros no tenían tiempo de hablar a causa de la cláusula esa de las veinticuatro horas. Si hubieran escrito algo, nosotros lo habríamos cambiado.

Tenemos poder sobre los escritos que nos mencionan.

—Esa cláusula de las veinticuatro horas. Si no satisfago mi deseo en ese lapso, usted deja el pentagrama y se lleva mi alma de todos modos.

—Así es.

—Y si uso el deseo, tiene que permanecer en el pentagrama hasta que mi deseo sea concedido o hasta que pasen las veinticuatro horas. Entonces se teleporta al Infierno para informar y vuelve a por mí inmediatamente, reapareciendo en el pentagrama.

—Supongo que teleportar es un término correcto. Me desvanezco y reaparezco. ¿Se te está ocurriendo alguna idea brillante?

—¿ Cómo qué ?

—Te lo pondré fácil. Si borras el pentagrama puedo aparecer en cualquier parte. Puedes borrarlo y dibujarlo otra vez en algún otro lugar, y aún tengo que aparecer dentro de él.

Tenía una pregunta en la punta de la lengua. Me la tragué e hice otra.

—¿Y si deseara la inmortalidad?

—Serías inmortal por el resto de las veinticuatro horas.—Sonrió. Los dientes eran negros como el carbón—. Es mejor que te des prisa. El tiempo es corto.

Tiempo, pensé. De acuerdo. Todo o nada.

—Este es mi deseo. Haz que el tiempo no pase fuera de mí.

—Fácil. Mira tu reloj.

No quería quitarle la vista de encima, pero no hizo más que mostrar otra vez los dientes negros. De modo que miré.

Había una marca roja frente al minutero de mi Rolex y una marca negra frente a la aguja horaria.
Cuando levanté la vista el demonio seguía ahí, espatarrado contra la pared, con su sonrisa socarrona. Me moví a su alrededor, agité la mano ante su cara. Al tocarlo parecía de mármol. El tiempo se había detenido, pero el demonio permanecía. Me sentía mareado de alivio.

El segundero de mi reloj se movía. Era lo que había esperado. El tiempo se había detenido para mí, durante veinticuatro horas de tiempo interior. De haber sido exterior yo me habría salvado, pero por supuesto eso era demasiado fácil. Me había metido en el jaleo pensando. Debería poder salir de él pensando, ¿no? Borré el pentagrama de la pared, restregando hasta hacer desaparecer todo vestigio. Entonces dibujé uno nuevo, usando una cinta de metal flexible para que las líneas fueran lo más rectas posible, haciéndolo tan grande como pude en el reducido espacio de que disponía. Aún así no tenía más de sesenta centímetros de ancho.
Abandoné el sótano.

Sabía donde estaban las iglesias más cercanas, aunque hacía mucho que no visitaba ninguna. Mi coche no arrancó. La motocicleta de mi compañero de cuarto tampoco. El encantamiento que me rodeaba no era suficientemente grande. Caminé hasta un templo mormón a tres manzanas de distancia.

La noche era fresca, perfumada y encantadora. Las luces de la ciudad no dejaban ver las estrellas, pero había una fina luna sobre el solar baldío donde debía haber estado el templo.

Caminé otras ocho manzanas para encontrar la sinagoga B'nai B'rith y la Iglesia de Todos los Santos. Todo lo que saqué fue ejercicio. Encontré solares vacíos. Para mí, los lugares de culto no existían.

Recé. No creía que sirviera de mucho, pero recé. Si no me oyeron, ¿fue porque no tenía fe en que lo hicieran? Pero estaba empezando a creer que el demonio había pensado en todo, hacía muchísimo tiempo.
Lo que hice durante aquella larga noche no tiene importancia. Ni siquiera la tuvo para mí. ¿Veinticuatro horas contra la eternidad? Escribí un borrador rápido sobre mi experimento de llamamiento de demonios y lo rompí. Los demonios lo modificarían. Lo que significaba que mi tesis se había ido al cuerno, pasara lo que pasase. Llevé un perro rígido pero real a la sala del Profesor Pauling y lo deposité sobre su escritorio. El viejo tirano se llevaría una sorpresa cuando mirara. Pero pasé la mayor parte de la noche fuera, caminando, echando mis últimas miradas al mundo. Me senté en un coche de policía y encendí la sirena, lo pensé mejor y la apagué. Dos veces entré en restaurantes y me comí lo que alguien había pedido, dejando dinero que no iba a necesitar con notas que decían: "La Sombra ataca".

La aguja horaria había dado dos vueltas. Volví al sótano a las doce y diez, con el minutero a cinco minutos de la hecatombe.

La aguja parecía pintada en la esfera mientras esperaba. Mis velas habían dejado en el sótano un olor peculiar, un olor con algo de tufo demoníaco y algo de hedor de miedo. El demonio estaba contra la pared, ya sin pentagrama, atrapado en medio de un amplio salto triunfal.

Se me ocurrió algo espantoso.

¿Por qué había creído al demonio? Todo lo que había dicho podía haber sido mentira. ¡Y probablemente lo era! ¡Me había inducido a aceptar un regalo del diablo! Me quedé pensando a toda máquina; había aceptado el regalo, pero...

El demonio miró a los costados y sonrió más ampliamente cuando vio que las líneas de tiza ya no estaban. Me hizo un gesto y dijo:

—Vuelvo en un relámpago—y desapareció.

Esperé. Me había metido en esto pensando, pero...

Una alegre voz de bajo habló desde el aire.

—Sabía que cambiarías el pentagrama. Lo hiciste demasiado pequeño para mi, ¿verdad? Tss, tss. ¿No adivinaste que cambiaría de tamaño?

Se oyeron unos murmullos y apareció un brillo en el aire.

—Sé que está aquí, en alguna parte. Lo siento. Ah.

Estaba de vuelta, en la misma posición que antes, de sesenta centímetros de alto y a noventa del suelo Su negra mueca socarrona desapareció cuando vio que el pentagrama no estaba. Entonces se hizo de quince centímetros de alto, con los ojos saltones por la sorpresa, chillando con voz de contralto.

—¿Dónde diablos está...

Era un brillante soldadito rojo de cinco centímetros.

—...el pentagrama?

Yo había vencido. Al día siguiente iría a una iglesia. Si era necesario, haría que alguien me llevase con los ojos cerrados.

Era una estrellita roja.

Nada.

Es curioso lo pronto que te puedes hacer religioso. Que te diga un demonio que estás condenado... ¿Podría entrar de verdad en una iglesia? Estaba seguro de que sí. Había llegado hasta ahí; había sido más listo que un demonio.

En algún momento miraría hacia abajo y vería el pentagrama. Una parte estaba bien a la vista. Pero no le serviría de ayuda. Abierto de brazos y piernas como estaba, no podría alcanzar a borrarlo. Estaba atrapado por la eternidad, encogiéndose hasta lo infinitesimal pero destinado a no alcanzarlo nunca, tratando eternamente de aparecer dentro de un pentagrama que siempre le quedaba pequeño.

Lo había dibujado sobre su prominente barriga.

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