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miércoles, 19 de diciembre de 2012

Serie convergente - Larry Niven

Puede que este relato sea una sorpresa para los fans de Larry Niven. Porque el autor de Mundo anillo es uno de los más conspicuos representantes de la Hard SF anglosajona. En cambio, en el relato que a continuación les presento, y contra su costumbre, Niven nos ofrece uno de los más informales relatos que pueda concebir un autor de SF, nada menos que sobre... ¿un pacto con el diablo! Lean, lean...


Serie Convergente


Fue una chica de mi clase de antropología la que me interesó en la magia. Su nombre era Ann y se consideraba una bruja blanca, aunque jamás la vi hacer un encantamiento eficaz. Perdió interés por mí y se casó con alguien, y en ese momento yo también perdí interés por ella; pero para entonces la magia era ya el tema de mi tesis de antropología. No lo podía abandonar, ni quería hacerlo. La magia me fascinaba.

Faltaba un mes para entregar la tesis. Tenía unas cien páginas de notas sobre magia primitiva, medieval, oriental y moderna. La magia moderna significaba ingenios psionicos y cosas por el estilo. ¿Saben que ciertas tribus africanas no creen en la muerte natural? Para ellas, toda muerte se debe a la brujería, y en cada caso se debe encontrar a la bruja y matarla. Algunas de esas tribus se están extinguiendo debido a la cantidad de juicios y ejecuciones por brujería. En la Europa medieval la situación era casi igual de mala, pero se detuvieron a tiempo. Ensayé diversos modos de conjurar demonios cristianos y de los otros, por puro espíritu científico, y le eché una maldición taoísta al Profesor Pauling. No funcionó. La señora Miller me dejaba usar el sótano de la casa de apartamentos para mis experiencias.

Notas tenía, pero por alguna razón la tesis no avanzaba. Yo sabía por qué. A pesar de todo lo que había aprendido, no tenía nada original que decir a propósito de nada. Eso no habría sido óbice para otros (recuerden a aquel que contó todas las íes de Robinson Crusoe) pero para mí sí. Hasta que un jueves por la noche...

Las ideas más condenadas se me ocurren en los bares. Esta era una belleza. El camarero se quedó con mi bebida intacta como propina. Me fui derecho a casa y escribí durante cuatro horas de un tirón. Eran las doce menos diez cuando lo dejé, pero ya tenía un bosquejo completo de mi tesis, basado sobre una idea auténticamente novedosa en la brujería cristiana. Todo lo que necesitaba era un gancho de donde colgar mis conocimientos. Me levanté y me desperecé...

Y supe que tenía que ensayarlo.

Todo mi equipo estaba en el sótano de la señora Miller, la mayor parte ya dispuesto. Había dejado un pentagrama en el suelo hacía dos noches. Lo borré con un trapo húmedo, que había servido de estropajo, envuelto alrededor de un bloque de madera.

Ropa, velas especiales, listas de encantamientos, pentagrama nuevo... Trabajé en silencio para no despertar a nadie. La señora Miller me veía con simpatía; tenía tal sentido del humor que trescientos años antes la habrían quemado en la hoguera. Pero los otros residentes necesitaban dormir. Empecé los encantamientos exactamente a medianoche.

Catorce minutos después recibí el susto de mi vida. De pronto apareció un demonio espatarrado en el pentagrama, con las manos, los pies y la cabeza ocupando las cinco puntas de la figura.

Me di la vuelta y eché a correr.

—¡Vuelve aquí!—rugió.

Me paré a mitad de la escalera, me volví y bajé. No podía dejar a un demonio atrapado en el sótano de la casa de la señora Miller. Con esa voz de bajo profundo amplificada despertaría a toda la manzana.
Me observó bajar lentamente las escaleras. Si no hubiera sido por los cuernos, podría haber parecido un hombre desnudo, de edad mediana, afeitado y pintado de rojo brillante. Pero si hubiera sido humano no les habría gustado conocerle. Parecía hecho  para los Siete Pecados Capitales. Avariciosos ojos verdes. Una barriga como un tanque para la gula. Los músculos blandos y fláccidos por la pereza. Una cara de disipación que parecía permanentemente airada. Lujurioso... dejémoslo. Los cuernos eran pequeños, puntiagudos y relucientes.

Esperó a que llegara abajo.

—Así está mejor. ¿Qué os pasaba? Hace por lo menos un siglo que nadie conjuraba a un demonio.

—Se habían olvidado del método—le dije—. Hoy en día todos creen que hay que dibujar el pentagrama en el suelo.

—¿En el suelo? ¿Esperan que me presente echado de espaldas?—Tenía la voz pastosa de rabia.

Me estremecí. Mi brillantísima idea. Un pentagrama era una prisión para demonios. ¿Por qué? Había pensado en las cinco puntas del pentagrama, y los cinco puntos de un hombre abierto de brazos y piernas...

—¿Y bien?

—Lo se, no tiene sentido. ¿Quiere irse, por favor?

Se me quedó mirando.

—Habéis olvidado mucho.

Lenta y pacientemente, como a un niño, empezó a explicarme lo que implicaba conjurar un demonio.
Yo escuchaba. El miedo y una enfermiza sensación de desesperanza fueron creciendo hasta que las paredes de cemento parecieron borrarse.

—Mi alma inmortal está en peligro...

Era algo que no había considerado, salvo teóricamente. Ahora era mucho peor. Por oír hablar al demonio, mi alma ya estaba condenada. La había perdido en el momento en que usé el encantamiento correcto Traté de ocultar mi temor, pero era inútil. Con aquellas enormes narices tenía que olerlo.

Terminó y sonrió, como esperando comentarios.

—Repitámoslo —dije—. Me concede un solo deseo.

—Correcto.

—Si a usted no le gusta ese deseo, debo elegir otro.

—Correcto

—No parece justo.

—¿Quién habló de justicia?

—Ni tradicional. ¿Por qué nadie ha oído hablar de estos tratos?

—Es el trato corriente, Jack. A algunos se les daba algo mejor. Los otros no tenían tiempo de hablar a causa de la cláusula esa de las veinticuatro horas. Si hubieran escrito algo, nosotros lo habríamos cambiado.

Tenemos poder sobre los escritos que nos mencionan.

—Esa cláusula de las veinticuatro horas. Si no satisfago mi deseo en ese lapso, usted deja el pentagrama y se lleva mi alma de todos modos.

—Así es.

—Y si uso el deseo, tiene que permanecer en el pentagrama hasta que mi deseo sea concedido o hasta que pasen las veinticuatro horas. Entonces se teleporta al Infierno para informar y vuelve a por mí inmediatamente, reapareciendo en el pentagrama.

—Supongo que teleportar es un término correcto. Me desvanezco y reaparezco. ¿Se te está ocurriendo alguna idea brillante?

—¿ Cómo qué ?

—Te lo pondré fácil. Si borras el pentagrama puedo aparecer en cualquier parte. Puedes borrarlo y dibujarlo otra vez en algún otro lugar, y aún tengo que aparecer dentro de él.

Tenía una pregunta en la punta de la lengua. Me la tragué e hice otra.

—¿Y si deseara la inmortalidad?

—Serías inmortal por el resto de las veinticuatro horas.—Sonrió. Los dientes eran negros como el carbón—. Es mejor que te des prisa. El tiempo es corto.

Tiempo, pensé. De acuerdo. Todo o nada.

—Este es mi deseo. Haz que el tiempo no pase fuera de mí.

—Fácil. Mira tu reloj.

No quería quitarle la vista de encima, pero no hizo más que mostrar otra vez los dientes negros. De modo que miré.

Había una marca roja frente al minutero de mi Rolex y una marca negra frente a la aguja horaria.
Cuando levanté la vista el demonio seguía ahí, espatarrado contra la pared, con su sonrisa socarrona. Me moví a su alrededor, agité la mano ante su cara. Al tocarlo parecía de mármol. El tiempo se había detenido, pero el demonio permanecía. Me sentía mareado de alivio.

El segundero de mi reloj se movía. Era lo que había esperado. El tiempo se había detenido para mí, durante veinticuatro horas de tiempo interior. De haber sido exterior yo me habría salvado, pero por supuesto eso era demasiado fácil. Me había metido en el jaleo pensando. Debería poder salir de él pensando, ¿no? Borré el pentagrama de la pared, restregando hasta hacer desaparecer todo vestigio. Entonces dibujé uno nuevo, usando una cinta de metal flexible para que las líneas fueran lo más rectas posible, haciéndolo tan grande como pude en el reducido espacio de que disponía. Aún así no tenía más de sesenta centímetros de ancho.
Abandoné el sótano.

Sabía donde estaban las iglesias más cercanas, aunque hacía mucho que no visitaba ninguna. Mi coche no arrancó. La motocicleta de mi compañero de cuarto tampoco. El encantamiento que me rodeaba no era suficientemente grande. Caminé hasta un templo mormón a tres manzanas de distancia.

La noche era fresca, perfumada y encantadora. Las luces de la ciudad no dejaban ver las estrellas, pero había una fina luna sobre el solar baldío donde debía haber estado el templo.

Caminé otras ocho manzanas para encontrar la sinagoga B'nai B'rith y la Iglesia de Todos los Santos. Todo lo que saqué fue ejercicio. Encontré solares vacíos. Para mí, los lugares de culto no existían.

Recé. No creía que sirviera de mucho, pero recé. Si no me oyeron, ¿fue porque no tenía fe en que lo hicieran? Pero estaba empezando a creer que el demonio había pensado en todo, hacía muchísimo tiempo.
Lo que hice durante aquella larga noche no tiene importancia. Ni siquiera la tuvo para mí. ¿Veinticuatro horas contra la eternidad? Escribí un borrador rápido sobre mi experimento de llamamiento de demonios y lo rompí. Los demonios lo modificarían. Lo que significaba que mi tesis se había ido al cuerno, pasara lo que pasase. Llevé un perro rígido pero real a la sala del Profesor Pauling y lo deposité sobre su escritorio. El viejo tirano se llevaría una sorpresa cuando mirara. Pero pasé la mayor parte de la noche fuera, caminando, echando mis últimas miradas al mundo. Me senté en un coche de policía y encendí la sirena, lo pensé mejor y la apagué. Dos veces entré en restaurantes y me comí lo que alguien había pedido, dejando dinero que no iba a necesitar con notas que decían: "La Sombra ataca".

La aguja horaria había dado dos vueltas. Volví al sótano a las doce y diez, con el minutero a cinco minutos de la hecatombe.

La aguja parecía pintada en la esfera mientras esperaba. Mis velas habían dejado en el sótano un olor peculiar, un olor con algo de tufo demoníaco y algo de hedor de miedo. El demonio estaba contra la pared, ya sin pentagrama, atrapado en medio de un amplio salto triunfal.

Se me ocurrió algo espantoso.

¿Por qué había creído al demonio? Todo lo que había dicho podía haber sido mentira. ¡Y probablemente lo era! ¡Me había inducido a aceptar un regalo del diablo! Me quedé pensando a toda máquina; había aceptado el regalo, pero...

El demonio miró a los costados y sonrió más ampliamente cuando vio que las líneas de tiza ya no estaban. Me hizo un gesto y dijo:

—Vuelvo en un relámpago—y desapareció.

Esperé. Me había metido en esto pensando, pero...

Una alegre voz de bajo habló desde el aire.

—Sabía que cambiarías el pentagrama. Lo hiciste demasiado pequeño para mi, ¿verdad? Tss, tss. ¿No adivinaste que cambiaría de tamaño?

Se oyeron unos murmullos y apareció un brillo en el aire.

—Sé que está aquí, en alguna parte. Lo siento. Ah.

Estaba de vuelta, en la misma posición que antes, de sesenta centímetros de alto y a noventa del suelo Su negra mueca socarrona desapareció cuando vio que el pentagrama no estaba. Entonces se hizo de quince centímetros de alto, con los ojos saltones por la sorpresa, chillando con voz de contralto.

—¿Dónde diablos está...

Era un brillante soldadito rojo de cinco centímetros.

—...el pentagrama?

Yo había vencido. Al día siguiente iría a una iglesia. Si era necesario, haría que alguien me llevase con los ojos cerrados.

Era una estrellita roja.

Nada.

Es curioso lo pronto que te puedes hacer religioso. Que te diga un demonio que estás condenado... ¿Podría entrar de verdad en una iglesia? Estaba seguro de que sí. Había llegado hasta ahí; había sido más listo que un demonio.

En algún momento miraría hacia abajo y vería el pentagrama. Una parte estaba bien a la vista. Pero no le serviría de ayuda. Abierto de brazos y piernas como estaba, no podría alcanzar a borrarlo. Estaba atrapado por la eternidad, encogiéndose hasta lo infinitesimal pero destinado a no alcanzarlo nunca, tratando eternamente de aparecer dentro de un pentagrama que siempre le quedaba pequeño.

Lo había dibujado sobre su prominente barriga.

Existe verdaderamente Mr. Smith - Stanislaw Lem

Stanislaw Lem es el más sobresaliente de los escritores polacos de ciencia ficción. Este relato nos abre las puertas a un personalísimo infierno tragicómico sobre uno de los temas que le es más querido: el de la cibernética.


Existe realmente Mr. Smith


JUEZ. – La Corte pasa a examinar el litigio entre la Cybernetics Company y Harry Smith. ¿Están presentes las dos partes? ABOGADO. – Sí, Su Señoría.

JUEZ. – ¿Usted actúa en nombre de...? ABOGADO. – Represento legalmente a la Cybernetics Company, Su Señoría. JUEZ. – ¿Dónde está el acusado? SMITH. – Estoy aquí, Su Señoría. JUEZ. – Les ruego se sirvan dar a la Corte sus datos personales.

SMITH. – Con mucho gusto. Me llamo Harry Smith y nací el 6 de abril de 1917 en Nueva York.

ABOGADO. – Me opongo, Su Señoría. La afirmación del acusado es tendenciosa: él nunca ha venido al mundo.

SMITH. – Tengo aquí mi partida de nacimiento. Y mi hermano está aquí, en la Sala...

ABOGADO. – Esa no es su partida de nacimiento, y aquel individuo no es su hermano.

SMITH. – Entonces ¿de quién es hermano? ¿De usted acaso?

JUEZ. – Calma, se lo ruego. Un momento, abogado. ¿Entonces, Mr. Smith.. .?

SMITH. – Mi padre, el nunca bastante llorado Lexington Smith, poseía un garaje, y me inculcó la pasión por su oficio. A los diecisiete años participé por primera vez en una carrera automovilística para  principiantes. A continuación, ya como corredor profesional, he competido ochenta y siete veces. Hasta hoy me he hecho con la victoria dieciséis veces, con veintiún segundos puestos...

JUEZ. – Se lo agradezco, pero estas particularidades no son pertinentes a la causa. SMITH. – Tres copas de oro...

JUEZ. – Le he dicho que esos detalles son superfluos.

SMITH. – Y una corona de plata...

MR. DONOVAN (Presidente de la Cybernetics Company).– ¡Oh, está delirando!

SMITH.– No se engañe.

JUEZ. – ¡Calma! ¿No tiene un abogado para su defensa?

SMITH. – No, me defiendo por mí mismo. Mi causa es clara como el agua de un manantial.

JUEZ. – ¿Conoce las demandas que la Cybernetics Company presenta contra usted?

SMITH. – Las conozco. Soy víctima de las viles maquinaciones de esos perros criminales...

JUEZ. – Ya es suficiente. Abogado Jenkins, ¿quiere exponer a la Corte las razones que han motivado su citación?

ABOGADO. – Con mucho gusto, Su Señoría. Hace dos años el acusado tuvo un accidente durante las carreras automovilísticas disputadas en Chicago. Se dirigió entonces a nuestra firma. Usted ya sabe que la Cybernetics Company fabrica prótesis: piernas, brazos, riñones artificiales, corazones artificiales y muchos otros órganos 7 de recambio. El acusado compró a crédito una prótesis de la pierna izquierda y pagó el primer plazo. Cuatro meses después se dirigió de nuevo a nosotros, esta vez para el suministro de dos brazos, una caja torácica y una bóveda craneal.

SMITH. – ¡Es falso! La bóveda craneal no. Fue en primavera, tras las carreras en montaña.

JUEZ. – No interrumpa.

ABOGADO. – Se trataba, respetando el orden cronológico, de la segunda transacción. En aquel tiempo la deuda del acusado ascendía a 2.967 dólares. Cinco meses después el hermano del acusado se dirigió a nosotros: Harry Smith se encontraba recuperándose en la clínica Monte–Rosa, no lejos de Nueva York. Conforme al nuevo pedido, nuestra firma suministró, tras pago de un adelanto, diversas prótesis cuya relación particularizada va unida a las actas del proceso. Entre otras figura como repuesto de un hemisferio cerebral un cerebro electrónico Geniak, llamado comúnmente «El Genial», cuyo precio es de 26.500 dólares. Llamo la atención de la honorabilísima Corte sobre el hecho de que el acusado nos ordenó un modelo Geniak de lujo, equipado con válvulas metálicas, dispositivo para sueños en colores naturales, filtro antipreocupaciones y eyector de pensamientos tristes, a pesar de que todo esto excedía sus posibilidades financieras.

SMITH. – ¡Seguro! ¡Les habría sido mucho más cómodo si hubiera decidido reventar con su cerebro construido en serie!

JUEZ. – ¡Calma, se lo ruego!

ABOGADO. – Que el acusado haya actuado con la intención consciente y deliberada de no pagar lo que había adquirido, viene probado perentoriamente por un hecho: él no ordenó un modelo común de brazo artificial, sino que escogió una prótesis especial, provista de reloj de muñeca, marca Schaffhausen, de 18 rubíes. Cuando la deuda del acusado llegó a los 29.863 dólares lo citamos en juicio para restitución de todas las prótesis que había adquirido. Sin embargo, nuestra querella fue desestimada basándose en la  siguiente consideración: Mr. Smith, si fuera privado de sus prótesis, moriría. En efecto, en aquel tiempo, de este Mr. Smith no quedaba sino medio cerebro.

SMITH. – ¿Cómo se atreve a decir de este Mr. Smith»? ¿ Percibe acaso acciones de la Cybernetics Company por cada insulto que sale de su boca? ¡Leguleyo!

JUEZ. – ¡Calma, por favor! Mr. Smith, en caso de nuevos ultrajes a la parte demandante le impondré una sanción.

SMITH. – ¡Es él quien me insulta!

ABOGADO. – En las condiciones en que entonces se encontraba, en deuda con la Cybernetics Company, y equipado de pies a cabeza con prótesis suministradas por nuestra firma que, a su respecto, ha dado pruebas de infinita bondad, satisfaciendo
ipso facto cualquier deseo suyo, el acusado comenzó a calumniar públicamente nuestros productos a los cuatro vientos, encontrando qué murmurar sobre su calidad. Pero esto no le impidió todavía presentarse ante nosotros tres meses más tarde. Se quejaba, en aquel tiempo, de toda una sarta de achaques y de dolores que, como pudieron probar nuestros expertos, dependían del hecho de que su viejo hemisferio cerebral se encontraba sofocado, alojado como estaba en aquel nuevo ambiente que yo definiría, si me lo permite Usía, como protésico. Movida de un sentimiento de humanidad, nuestra firma aceptó otra vez más satisfacer el deseo del acusado, «genializándolo» totalmente, o lo que es igual, nuestra firma aceptó sustituir el viejo pedazo de cerebro que le pertenecía in proprio con un segundo aparato Geniak, gemelo del precedente. Como garantía de este nuevo crédito, el acusado nos firmó letras de cambio por un importe de 26.950 dólares. ¡Hasta hoy, todo lo que nos ha liquidado han sido 232 dólares con 18 centavos! Estando así las cosas... ¡Honorabilísima Corte, el acusado está tratando pérfidamente de impedirme hablar, sofoca mis palabras con silbidos, ruidos y estridencias! ¡Que la Honorabilísima Corte tenga la bondad de llamarlo al orden!
JUEZ. – Mr. Smith...

SMITH. – No soy yo, es mi Geniak. Hace esto cada vez que reflexiona intensamente. ¿Acaso soy yo responsable de todo lo que ha hecho la Cybernetics Company? ¡La Honorabilísima Corte haría mejor si citase al presidente Donovan por fraude!

ABOGADO.–... estando así las cosas, la Cybernetics Company presenta a la Corte la siguiente petición: que le sea reconocido el derecho de entera propiedad sobre la totalidad de las prótesis suministradas y que se encuentran aquí, en esta sala de tribunal, sosteniendo ser Harry Smith.

SMITH. – ¡Qué desvergüenza! ¿Y dónde está Smith según usted, abogado, si no está aquí?

ABOGADO. – Aquí, en esta sala, yo no veo a ningún Smith, por la simple razón de que los restos de aquel célebre campeón de carreras reposan diseminados a lo largo de las muchas autopistas de los Estados Unidos. En consecuencia, el veredicto que seguramente pronunciará este tribunal a nuestro favor no podrá lesionar a ninguna persona física, porque nuestra firma no hará sino volver a entrar en posesión de lo que legítimamente le pertenece, desde el envoltorio de nylon hasta el último tornillo.

SMITH. – ¡Cómo! ¡Quieren despedazarme, quieren reducirme a prótesis!

PRESIDENTE DONOVAN. – ¡Lo que haremos con nuestros bienes no le interesa!

JUEZ. – Presidente Donovan, le ruego cálidamente conservar su sangre fría. Gracias, abogado. ¿Qué tiene que decir, Mr. Smith?

ABOGADO. – Señoría, para aclarar mejor la cuestión querría hacerle notar además que el acusado, para decir la verdad, no es realmente el acusado, sino únicamente un objeto material que pretende pertenecerse en toda propiedad. En efecto, dado que él no vive...

SMITH. – ¡Acérquese un poco, y se enterará de sí estoy vivo o no!

JUEZ. – Verdaderamente, es un caso insólito. Mmmm... Abogado, la decisión de establecer si el acusado está vivo o no la dejo en suspenso hasta que la Corte haya emitido su juicio; de otra manera, nos arriesgaríamos a turbar el desarrollo normal de la audiencia. Ahora, tiene usted la palabra, Mr. Smith.

SMITH. – Honorabilísima Corte, y ustedes, ciudadanos de los Estados Unidos, que siguen atentamente los despreciables esfuerzos de un gran trust para destruir en mi persona una libre personalidad pensante...

JUEZ. – Le ruego dirigirse exclusivamente a la Corte. ¡Esto no es un mitin!

SMITH. – De acuerdo, Su Señoría. La cosa se presenta así: efectivamente, yo he obtenido de la Cybernetics Company un cierto número de prótesis...

PRESIDENTE DONOVAN. – ¡Un cierto número de prótesis! ¡Y tiene la desfachatez de decirlo!

SMITH. – ¡Que la Honorabilísima Corte llame a orden a este señor! Sí, he obtenido aquellas prótesis. Poco importa lo que éstas sean. Poco importa si, incesantemente, cuando estoy sentado, cuando camino, cuando como, cuando duermo, se oye un tal ruido en mi cabeza hasta el punto que he llegado a tener que retirarme a una habitación aparte porque despertaba a mi hermano durante la noche. Sí, a causa de estos Geniak con estas inclinaciones, construidos a escondidas con los avances de las máquinas de calcular, he contraído la enfermedad del cálculo, hasta el extremo que debo contar sin tregua las cercas, los gatos, los palos, las personas que me encuentro a lo largo de los caminos, y Dios sabe qué otras cosas... Ustedes ya me entienden. Sea como sea, tenía verdaderamente intención de pagar todas las sumas debidas, pero el único medio que tengo de procurarme dinero es vencer en las carreras. Ahora he dejado pasar demasiadas, me he descorazonado, he perdido la cabeza y...

ABOGADO. – El acusado reconoce espontáneamente haber perdido la cabeza. Ruego a la Corte tome nota.

SMITH. – ¡No me interrumpa! Lo he dicho, pero no con ese sentido. He perdido la cabeza, he comenzado a jugar en la bolsa, he perdido y me he endeudado. En aquel período era un chasis lleno de achaques. Notaba continuamente dolores lacerantes en la pierna izquierda, vahídos, tenía sueños idiotas: yo cosiendo a máquina, yo haciendo media, yo haciendo puntilla; me hice visitar por psicoanalistas, que inmediatamente me descubrieron un complejo de Edipo tan sólo porque mi madre cosía a máquina cuando yo era niño. Fue en aquel período, justamente entonces que era débil Y que apenas podía valerme, que la Cybernetics Company comenzó a llevarme ante los tribunales. Los periódicos hablaron de ello y, como consecuencia de las pérfidas calumnias de las cuales fui objeto, la congregación metodista – yo soy metodista, ¿ saben?– me cerró las puertas de su iglesia.

ABOGADO. – ¿Se lamenta por esto? ¿Cómo, usted cree en la vida de ultratumba?

SMITH. – Creo, aunque no veo por qué le interesa a usted esto.

ABOGADO. – ¡Me interesa porque Mr. Smith, actualmente, está ya viviendo una vida de ultratumba, y usted no es sino un infame usurpador!

SMITH. – ¡Mida sus palabras, señor!

JUEZ. – Ruego a las dos partes que mantengan la compostura.

SMITH. – Honorabilísima Corte, mientras me encontraba en tan penosas circunstancias, la Cybernetics Company me citó a juicio, y cuando sus impúdicas peticiones fueron rechazadas un individuo sospechoso, un tal Goas, vino a mi encuentro enviado por el presidente Donovan... aunque esto yo aún no lo sabía. Este tal Goas se hizo pasar por perito electrónico y me dijo que tan sólo existía un remedio para curar todos mis sufrimientos, los lacerantes dolores y los vértigos: hacerme «genializar» a fondo. En el ruinoso estado en el cual me encontraba era imposible pensar en nuevas carreras automovilísticas. Por tanto, ¿qué otra cosa me quedaba? Acepté, lo reconozco ante la Honorabilísima Corte. Y Goas, al día siguiente, me condujo a la oficina de montaje de la Cybernetics...

JUEZ. – ¿Esto significa que se ofreció a llevarle?...

SMITH. – Ciertamente.

JUEZ. – ¿Y que se ofreció a introducirlo allí...?

SMITH.– Naturalmente; pero yo, yo, aún no comprendía por qué lo hacían tan de buen grado, con condiciones de favor y con largos plazos en el pago. ¡Ahora, por el contrario, lo entiendo perfectamente! Ellos querían, lo declaro ante la Honorabilísima Corte, que me desembarazase del viejo hemisferio cerebral que todavía me quedaba, dado que precedentemente sus peticiones habían sido rechazadas en consideración al hecho de que el desventurado pedazo original de mi cabeza no habría podido permanecer con vida por sí mismo sí se me retiraba todo el resto. Y así el tribunal no les concedió nada. Y es por esto que ellos, aprovechando mi ingenuidad y la debilitación de mis facultades mentales, pensaron en mandarme a aquel tal Goas, para hacer que aceptase espontáneamente el sustituir el viejo pedazo de cerebro original, y hacerme caer en las redes de su diabólica maquinación. Ruego ahora a la Honorabilísima Corte que examine cuánto vale su razonamiento. Ellos dicen que tienen derecho a tomar posesión de mi persona. ¿A qué título? Supongamos que alguien adquiera provisiones a crédito en su proveedor: harina, azúcar, carne... y que después de un cierto tiempo el tendero intente una acción legal para hacerse reconocer propietario de su deudor, dado que – según se enseña en medicina – las sustancias de nuestro cuerpo, gracias a los procesos de naturaleza química, son constantemente renovadas y sustituidas por los productos alimenticios. Es verdad: transcurridos algunos meses, el deudor por entero, cabeza, hígado, brazos y piernas comprendidas, se compone de aquellas grasas, de la leche, de los huevos y de los hidratos de carbono que el tendero le ha cedido a crédito. Pero, ¿existe en el mundo un tribunal dispuesto a pronunciarse a favor de este tal tendero? ¿Acaso vivimos en el medioevo, cuando Shylock podía exigir que su deudor le cediese una libra de su propia carne? ¡Estamos aquí frente a una situación análoga! En cuanto a mí, ¡yo soy el campeón de carreras Harry Smith y no una máquina!

PRESIDENTE DONOVAN. – ¡Es falso! ¡Es una máquina!

SMITH. – ¿Ah, sí? ¿Entonces, a quién es, en definitiva, a quién persigue la Cybernetics? ¿A quién ha sido enviada la citación del tribunal? ¿A una máquina cualquiera o por el contrario a mí, Harry Smith? Su Señoría, desearía que consintiese en que la cuestión fuera definitivamente aclarada.

JUEZ.– Mmmm... esto. La citación está dirigida a Harry Smith, Nueva York, calle 44.

SMITH. – ¿Ha oído, Mr. Donovan? Querría además dirigir a Su Señoría una pregunta referente al procedimiento: ¿La ley de los Estados Unidos prevé, de una forma u otra, la posibilidad de querellarse contra una máquina? ¿ Prevé la ley la posibilidad de citar a una máquina ante los tribunales, de acusarla de algo?

JUEZ. – Veamos... eh... no. ¡No! Esto no lo prevé la ley.

SMITH. – Entonces todo está aclarado. En suma, o yo soy una máquina, y entonces el desarrollo de este proceso es fundamentalmente imposible, siendo claro que una máquina no puede ser citada en juicio, o bien no soy una máquina, sino un hombre, y entonces ¿cuáles son esos derechos que la firma pretende ejercer sobre mi persona? ¿ Debería acaso convertirme en su esclavo? ¿ Trata Mr. Donovan de convertirse en un propietario de esclavos?

DONOVAN. – ¡Qué insolencia!

SMITH. – ¡Reconózcalo, está en una trampa! En cuanto a los métodos comerciales a los que recurre esta firma, basta decir lo siguiente: cuando, todavía enfermo, atornillado y chaveteado a más y mejor, dejé el hospital y me fui a la playa para respirar un poco de aire puro, una masa de gente me seguía siempre los pasos. Comprendí inmediatamente el motivo: sobre la espalda me habían impreso «made in the Cybernetics Company». He debido hacerme borrar la inscripción a mi costa y hacerme remendar lo mejor posible. ¡Y he aquí que ahora aún quieren perseguirme! Es verdad, el pobre está siempre expuesto a la cólera del rico, mi padre y mi madre me lo repetían siempre...

PRESIDENTE DONOVAN. – ¡Su padre y su madre son la Cybernetics Company!

JUEZ. – ¡Calma! ¿Ha terminado ya, Mr. Smith?

SMITH. – No. Querría subrayar, en primer lugar, que la firma debería pasarme una pensión alimenticia, dado que no tengo de qué vivir. La dirección del Automóvil Club ha anulado mi participación en las carreras panamericanas, hace un mes, apoyándose en el hecho de que mi vehículo sería pilotado – así dicen – por un complejo automático no humano. Pero, ¿quién me ha puesto en estas condiciones? ¡Ellos, la Cybernetics Company, que ha enviado al Automóvil Club una sucia carta difamatoria! ¿Tratan de sacarme el pan de la boca? Bueno, que paguen entonces mi manutención y que me suministren las piezas de recambio. Y no es eso todo: ¡cada vez que debo hablar con ellos, los empleados de la firma, especialmente los de la dirección, m cubren de insultos!

El presidente Donovan me ha propuesto, para normalizar la situación, una transacción amistosa: sería suficiente que aceptase figurar como modelo de reclamo. ¡Debería permanecer inmóvil, ocho horas diarias, en su vitrina! Por tal afrenta y otras similares, me constituyo en parte civil contra la Cybernetics Company. Concluyendo, pido que la Honorabilísima Corte quiera atentamente escuchar a mi hermano en calidad de testigo, puesto que él conoce perfecta–mente todos los particulares de la causa.

ABOGADO. – Su Señoría, me opongo. El hermano del acusado no puede comparecer en calidad de testigo.

JUEZ. – ¿Tal vez a causa de la consanguinidad?

ABOGADO. – Sí... y no. La razón exacta es que el hermano del acusado fue víctima, la semana pasada, de un accidente aéreo.

JUEZ.– Ah... ¿Y no puede comparecer ante la Corte?

HERMANO DE SMITH. – ¡Sí puedo, estoy aquí!

ABOGADO. – Puede, pero el hecho es que el accidente ha tenido para él consecuencias trágicas. Nuestra firma, a consecuencia de las órdenes llegadas a través de su esposa, ha debido proceder a la «genialización» y puesta a punto de un nuevo hermano del acusado...

JUEZ. – ¿Un nuevo qué?

ABOGADO. – Un nuevo hermano, que al mismo tiempo es el marido de la ex–viuda.

JUEZ. – Ah...

SMITH. – ¿Pero qué importa esto? ¿Por qué no puede testificar mi hermano? ¡Mi cuñada ha saldado la factura al contado!

JUEZ. – Silencio, por favor. Vista la necesidad de proceder al examen de estos elementos complementarios, ordeno el aplazamiento de la causa...

La corista - Anton Chejov

Hoy, "La Corista", considerado por muchos como el mejor cuento de Anton Chejov.


La Corista


En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.

-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.

Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.

La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.

-¿Qué desea? -preguntó Pasha.

La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.

-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.

-Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.

-No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.

Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.

-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.

-Yo... no sé por quién pregunta.

-Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.

Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.

-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!

La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.

-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!

De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.

-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.

-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.

-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.

-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!

-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...

-No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!

-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.

-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso?

Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.

-Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...

Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.

-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.

Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.

-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?


-Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.

-Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?

Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.

«¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»

La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.

-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?

Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.

-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!

Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...

Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.

-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...

La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:

-Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.

Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:

-Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.

La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.

Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.

-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo, dígame?

-Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...

-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.

-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!

Se llevó las manos a la cabeza y gimió:

-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!

Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.

Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.

lunes, 10 de diciembre de 2012

La coartada perfecta - Patricia Highsmith

Hoy un relato de Patricia Highsmith, autora de "la saga Ripley" (para mí, uno de los mejores personajes literarios de asesinos de la historia) y de "Extraños en un tren" que Hitchcock llevó al cine.


La Coartada Perfecta


La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.

Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre.

Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó.

Una mujer chilló.

Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.

La multitud había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.

-¡Le han disparado! -gritó alguien.
-¿Quién?

-¿Dónde?

La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.

-¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.

Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54.
Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía delante.

Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección.

Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo harían. George tenía tan pocos amigos.

Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo.

Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary.

Respondió al tercer timbrazo.

-Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho.

Un segundo de vacilación.

-¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...

No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.
-Te quiero. Cuídate, querida -dijo con voz ausente.

-¡Oh, Howard! -Se echó a llorar.

-Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos. -Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que no-. ¿Has entendido, Mary?

-Sí -dijo ella, con un hilo de voz.

-No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!

-Está bien.

-¡Prométemelo!

-De acuerdo.

Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla.

Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego.

Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.

Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida.

Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.

Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»

George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno.

Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.

-Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.

-¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella.

-Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla...

Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.

Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.

Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.
El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.

Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella.

Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos...

Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar.

-¿Quién es? -preguntó.

-La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A?

Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:

-Yo soy Howard Quinn.

Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación.

-Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa.

Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.

-Está bien -dijo.

El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.

-¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?

-Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard.

Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.
Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.

Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!

El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como un juez.

-Howard Quinn -anunció uno de los policías.

El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con interés.

-Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?

-Sí.

-¿Y a George Frizell?

-Sí -murmuró Howard.

-Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?

Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.

-¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil.

-Sí -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano.

-Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera?

Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.
-Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard.

-¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?

Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía.

-¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán.

Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.
-Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?

Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.

-¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con voz más fuerte aún.

Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo!

-Yo... no...

-Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.

Howard comprendió de pronto.

La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista al furioso rostro del capitán.

-Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.

-Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?

El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.

-¿Puedo hacer una llamada telefónica?

El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.

Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther.

-Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero?

-Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.

Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado aguardando.

Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.

El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados.

-Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.
El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.

-Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría con algunos préstamos.

El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.

El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.

-¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?

El señor Rosasco negó con la cabeza.

-No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna...

Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande.
-Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo-. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.

-No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco.
-No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?

Howard asintió una sola vez, rígido.

-A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco.

Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco.

-Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.

Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados.

El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada...


Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.

-¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?

Howard asintió, con rostro avergonzado.

-No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo hice.

El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.

-Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo.

-Gracias, señor.

Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado.

-Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?

-Sí.

-¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?

-Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.

-¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?

-Lo hice -admitió Howard.

El detective asintió con la cabeza.

-¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos dieciocho minutos?

El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.

-No -dijo.

-Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.

El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective.

-Eso simplemente no es cierto.

El detective se encogió de hombros.

-Está muy histérica. Pero también está muy segura.

-¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.

-Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.

-Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar...

-¿Quería usted apartar a Frizell del camino?

-Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto! -balbuceó.

-Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?

-No. Por supuesto que no.

-¿No estaba usted celoso de George Frizell?

-En absoluto.

Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación.

-¿No? -preguntó, sarcástico.

-Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él.
-¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.

-No, no lo sé.

-El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta noche.

¿Estaba quemando un sobretodo?

Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento.

-Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.

El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.

-Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?

-No -dijo Howard.

-¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él?

-No -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.

-¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino?

-Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello!

El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.

-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther.

-Sí.

-¿A qué se dedica?

-Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como un muro de piedra.

-Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.

Howard lo miró con el ceño fruncido.

-No, nunca lo había visto antes.

El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.

-Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.

Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.

-¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther.

Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.

-Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.

-¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?

Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.

-¿Es la que lo ha acusado?

-Sí -dijo Howard.

La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo.

-Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?

Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.

-Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?

Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.

-Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.

-Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría.

-¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.

-Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía?

-Se lo conté todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.

-¡Mary!

-Te odio.

-¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.

-Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.

Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.

Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba.

-La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita Purvis?

-No pude comunicarme con ella -dijo Howard.

Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche.

Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.

Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.

Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento.

Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.

Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...

Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.

Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.

El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz.

Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció.

La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Rashomon - Akutawa Rynosuke

Un cuento de Akutawa Rynosuke


Rashomon


Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa o nobles con el momiebosh, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.

En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.

Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.

Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian.

Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.

La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.

"Para escapar a esta maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..."
Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".

Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.

Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño.

Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla?

Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.
Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.

Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.

El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.

Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.

Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.

A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.

Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.

Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.

-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.
La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:
-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.

Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:

-Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.

La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:

-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas...

Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:

-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.

Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.

-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.

De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:

-Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.

Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.

Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.

Abajo, sólo la noche negra y muda.

Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.